viernes, 1 de enero de 2016

LAS COSTAS DE CIPANGO



En las costas de Cipango se narra la historia del viaje que realizó Cristóbal Colón buscando la ruta alternativa para llegar a Asia pero con un toque de fantasía.
Cuando yo era niño, mi padre me contó que aquel viaje era complicado ya que se pensaba que la tierra era plana y que en sus límites había cataratas, serpientes marinas y todo tipo de peligros. Pasaron los años y me propuse escribir algo sobre aquel viaje pero preguntándome cómo hubiera sido si realmente la tierra no hubiese sido redonda.

LAS COSTAS DE CIPANGO




Treinta y cinco días han pasado desde que dejamos atrás la isla de la Gomera, sesenta y nueve si contamos desde la fecha en que salimos del puerto de Palos para esta aventura que no sabemos dónde nos llevará. Sesenta y nueve largos días en los que las fuerzas y las esperanzas se han ido perdiendo con cada milla que avanzamos hasta alcanzar las costas de Cipango, con cada milla que nos alejamos de España.

Este viaje es una agonía. El sueño insensato de un loco bohemio que mantiene ciegamente que la tierra es redonda. Muchas son las personas que se opusieron a este viaje, anulando la posibilidad de conectar con el continente asiático atravesando el Océano en lugar de hacerlo viajando hacia el este atravesando Europa. "La tierra es plana, no hace falta demostrarlo". Lo oímos muchísimas veces en la taberna la noche antes de hacernos a la mar. Con este viaje intentaremos demostrar lo contrario y glorificaremos La Corona Española.

Es mi turno para ejercer de vigía en La Carabela "La Pintá", una de las dos embarcaciones que acompañan a La Nao "La Santa María" en la búsqueda de la nueva ruta. Antes de subir dejo que Sancho de Rama descienda del mástil. Apenas me devuelve el saludo cuando le deseo que pase buena noche. Está desmoralizado y simplemente me entrega su manta para guarecerme del frío quitándome de las manos la lámpara de aceite mientras, entre dientes, blasfema algo sobre los santos que pueblan el cielo. A mis veintitrés años jamás he oído tal barbaridad. Me quedo perplejo y lo sigo con la mirada hasta que la luz de la lámpara se pierde por las escaleras de la embarcación. Continúo observando la desvencijada puerta de madera, oyendo cómo crujen sus bisagras, abrazando la manta contra mi pecho. En esta noche es lo más parecido que tendré al calor humano junto al recuerdo de mi querida Catalina.

Cierro los ojos y estoy en Triana, con ella. Las botas secándose junto al fuego tras un día de duro trabajo en el muelle, la madera cruje dentro. Junto a las botas y bajo la mesa, el perro grande y perezoso ronca fuerte. Un vaso de vino en mi mano mientras se vuelven a abrir las heridas de mis nudillos al apretar el puño. Huele a pan recién hecho que ella saca del horno. Me ofrece un trozo mientras me abraza desde atrás. Siento su pelo largo y liso por mi cuello y me hace girar la cabeza para mirarla. Noto su calor. Me venda la mano con una gasa nueva. Sonrío y mastico. Nos besamos, el perro bosteza y vuelve a dormirse.

-¡Bermejo, suba usted a su puesto!- Me grita Juan Quintero. El frío de la noche me traspasa la camisa y el gélido aire sustituye al calor de mi hogar. Me enrollo la manta al cuello, pasando por debajo de la axila, y comienzo a trepar por la gruesa flechadura hasta la cola para pasar allí lo que queda de noche. Mientras subo, noto cómo la humedad y el rocío de la noche han empapado los obenques. Me paro, acerco los labios al cabo y extraigo algo de agua para humedecer los labios. No la trago, la escupo. Sigo subiendo. Cuando llego a la cola, me cubro la cabeza y parte del cuerpo con la manta. Fijo mi posición apretando los pies contra la madera de la baranda y la espalda contra el mástil y sujeto la manta fuertemente con las manos a la altura de mi cuello.
Solo a esta hora la embarcación está en calma, la mayoría de la tripulación duerme, o al menos lo intenta.

Por mi parte, lo que peor llevo no es saber si algún día llegaremos a Cipango, es no saber cómo está mi familia en Sevilla. Cuando regrese quiero volver a Lepe. Quiero volver al lugar donde nací y disfrutar allí de las ganancias que he obtenido en este loco viaje.
Llevamos casi treinta días de enfermedades, hambruna y creyendo que estamos navegado sin un rumbo fijo. Hace apenas cinco días hubo un motín en "La Santa María" que finalmente fue sofocado por Sánchez Pinzón, pero la tripulación siguió inquieta y volvió a amotinarse antes de ayer. En esta esta ocasión ha sido el Almirante Cristóbal Colón quien ha prometido variar el rumbo, esta vez camino a casa, si en un plazo de tres días no avistamos tierra. Ya no me importa si alcanzamos la nueva ruta, si llegamos a las tierras del Gran Kan o no. Solo quiero regresar antes de que pase algo en la nave. Hemos hecho una tripulación suicida a base de reos, sentenciados a muerte, criminales, soldado desertores, gente que no tiene nada que perder y a la que lo mismo le da morir en una celda que en una pelea en la taberna o en el mar, y aún me pregunto cómo he terminado en este navío en mitad de ninguna parte.

El viento del norte sopla frío y hace que me sangren las grietas de los nudillos. Me los froto suavemente y chupo para intentar aliviar el dolor con mi saliva, pero solo consigo abrirme más las heridas. Miro hacia adelante, aguas oscuras, mansas, cielo negro casi sin estrellas, pero con una luna gigante. A babor veo las luces de la Nao "La Santa María" y a estribor las de la Carabela "La Niña". Me siento en el suelo para que la manta me tape todo el cuerpo. Cruzo las piernas y me encorvo hacia adelante para hacerme más pequeño y no exponerme tanto al frío, no dejo de tiritar. Oteo el horizonte sin apenas ver nada nuevo, solo la oscuridad y los espesos bancos de niebla que atravesamos haciendo la noche y la travesía aún más gélida. La espera se hace insoportable, aburrida, tediosa. No veo el momento en el que me releven de mi puesto y pueda dormir en algún rincón caliente del barco.

El tiempo pasa. La niebla se ha hecho tan densa que he dejado de ver a las otras embarcaciones. Es raro ver una niebla tan espesa en mitad del océano. No me gusta, tengo un mal presentimiento. Me pongo en pie, tambaleándome por el frío y el miedo. La bruma no me deja ver la cubierta de mi barco, el mástil se ha perdido en la oscuridad. Tampoco puedo ver la luna que me acompañaba. Oigo un aleteo a mí alrededor y algo me roza la cara. Hago un aspaviento para quitarme de encima lo que sea que me ha rozado y casi caigo de la cola al perder el equilibrio. Me aferro fuertemente a la baranda de madera preguntándome qué clase de criatura me ha podido dar con sus alas en la cara en un lugar tan alejado de la tierra como estoy. De rodillas y con la boca apretada contra mis resecos nudillos, comienzo a rezarles a todos los santos y vírgenes del cielo para que me guarden en esta noche.
Cierro los ojos.
Una fuerte sacudida del barco me hace abrirlos y la niebla comienza a disiparse. Muy a lo lejos el cielo ya no es negro, es de un color azul oscuro que se va enrojeciendo por su parte más baja. Pienso que si algún ave me ha rozado es porque tiene que haber tierra cerca, a no muchas millas de distancia, tan pocas como para avistar Cipango en este nuevo día 11 de octubre de 1492 y llegar a sus costas al atardecer. Siento un calor dentro del pecho que me hace volver a ponerme en pie. Miro fijamente la línea del horizonte cada vez más naranja, cada vez más celeste y sobre el celeste la misma oscuridad de la noche, pero partida por un lejano relámpago. Me giro para intentar localizar a las otras embarcaciones, pero sigo sin verlas, aunque la niebla ya se ha ido. No dejo de mirar al frente con la esperanza de avistar tierra en este mismo amanecer. Dos nuevos relámpagos en la lejanía me vuelven a sorprender. Un rayo de sol que va directamente a mis ojos hace que se oscurezca el paisaje, pronto mi vista se acostumbra a la nueva luz del día. A lo lejos veo un pequeñísimo punto negro que aparece y desaparece. Podría ser la costa, podría ser tierra, podría ser por fin Cipango y podría no ser nada. Suelto una de mis manos de la baranda y agarro el pequeño cordel de la campana. Estoy deseando ser yo quien de la voz de "Tierra" pero el punto vuelve a desaparecer, suelto el cordel de la campana y vuelvo a ver otro relámpago, esta vez mucho más grande y ramificado que los anteriores. Noto como sopla un viento de popa que nos imprime una marcha firme hacia el sol que comienza a aparecer por el horizonte. Dejo caer la manta de mis hombros. Saco de mi bolsillo una de las vendas que uso para cubrirme las manos y me la ato a la cabeza para sujetarme el pelo. La embarcación cada vez avanza más y más deprisa. Son tantos los nudos que alcanzamos que el movimiento de vaivén de la nave es inusual y ha sobresaltado a los marineros, que salen del interior del navío y empiezan a agolparse en la proa para ver qué rumbo llevamos. El sol del amanecer les ciega. Las diferentes voces de mando para gobernar la carabela van de una punta a otra y la tripulación obedece. En el horizonte vuelvo a ver el punto negro mucho más definido, con un perfil irregular. Es tierra, ahora estoy seguro, es tierra... No lo es, ha vuelto a desaparecer en el horizonte.
El día empieza a ser caluroso. Noto como el sudor cae por mi espalda, me arrodillo para quitarme la camisa y atarla a uno de los palos del carajo. Al mirar hacia arriba para ponerme en pie contemplo atónito cómo la luna sigue detrás de nosotros, aún más grande que la noche anterior. Lentamente me pongo en pie y puedo ver cómo la tripulación de las otras dos embarcaciones también ha despertado y a la carrera ocupan sus posiciones.

Cosas extrañas están pasando hoy: vientos que pasan de una calma total a una furia desatada, temperaturas que varían desde el invierno más cruel al verano más caluroso que azotase nunca la tierra, horizontes que aparecen y desaparecen a su antojo con rayos cada vez más grandes y, finalmente, ver a la vez el sol y la luna en su plenitud y tan grandes el uno como el otro. 

El calor es cada vez más asfixiante y al asomarme para ver la labor de los marineros siento un miedo atroz cuando veo que las aguas comienzan a ponerse bravas y de ellas salen un leve humo y burbujas.  - ¡Señor Pinzón!... ¡Las aguas, están hirviendo! - Le grito al capitán Martín, que está discutiendo con el contramaestre Juan Quintero.  Las velas de La Santa María y de La Niña ya han sido izadas. Intentamos desviarnos del rumbo, pero es imposible y, aunque las naves ya han virado, la fuerza del océano es tan potente que las sigue arrastrando al frente. Izamos nuestras velas y empezamos a virar, pero sufrimos igual suerte. Los relámpagos son cada vez más frecuentes, el agua cada vez más caliente y violenta. Intento bajar de mi posición, pero ahora es más seguro permanecer aquí, atarme con un cabo a la cintura para no salir despedido por el aire con la próxima sacudida. Vuelvo a escudriñar el horizonte tratado de localizar el trozo de tierra que he creído ver en dos ocasiones, pero lo que veo es algo que no creo que pueda existir, una alucinación producida por el calor y el sofoco del momento. La cola de algún tiburón gigante en la distancia... No puede ser... Está demasiado lejos para poder verlo con tanta claridad y a su vez es demasiado grande para estar tan lejos. La cabeza me da vueltas y no sé cómo explicarme a mí mismo esa visión. La voz de arriar el ancla suena prácticamente a la vez en las tres embarcaciones, pero el océano sigue siendo misterioso y profundo. Las anclas no llegan a tocar el fondo y seguimos avanzando en contra de nuestra voluntad. Un nuevo rayo toca el agua muy cerca nuestra y comienza a caer una lluvia tibia que caldea aún más la mañana. Al frente se ha levantado un muro de vapor suspendido en el aire y veo cómo el océano cae por lo que antes pensábamos que simplemente sería la línea inalcanzable del horizonte. Pero, para nuestra desgracia, la vamos a alcanzar y vamos a caer por la catarata más grande jamás conocida por el hombre.

Catarata!- Comienzo a gritar mientras toco la campana violentamente. La tripulación empieza a amarrar todos los útiles al barco para no perderlos en la caída, pero pronto comprenden que es una tarea infructuosa. No tenemos cabos suficientes y la altura y la fuerza de la caída serán tan violentas que las embarcaciones no aguantarán el impacto. Poca es ya la distancia que nos queda para caer por el abismo cuando algo hace zozobrar nuestro barco: una gigantesca serpiente marina nada contra corriente y se dirige hacia "La Niña". La cabeza del animal, casi tan grande como la propia carabela, emerge entre las aguas hirvientes del atlántico. Los gritos de terror de los marineros se pueden oír claramente en la distancia. La serpiente saca su larga cola y golpea violentamente la embarcación partiéndola en dos trozos. Los barriles de aceite y de pólvora que transportábamos comienzan a explotar en el agua hirviendo. Veo cómo mis compañeros mueren en el infierno mientras que las dos mitades de "La Niña" son arrastradas rápidamente hasta la cascada. La serpiente se sumerge. En "La Santa María" empiezan a estallar los barriles de pólvora y en la "La Pintá" se nos da la orden de arrojar por la borda todo lo que pueda hacer explosión. Los hombres se afanan en cumplir dicha misión, pero los últimos barriles explotan en las manos de los marineros esparciendo sus cuerpos por el mar y la embarcación. Veo impotente cómo la tripulación de "La Santa María" intenta abandonar el barco en los botes, pero estos empiezan a arder con solo tocar el agua del océano y rápidamente comienzan a caer por la gran cascada. La lluvia es casi fuego. La cola del animal vuelve a emerger y rodea la Nao del Almirante Cristóbal Colón. La tiene presa en un abrazo mortal, es imposible escapar de ese cerco. Con cada movimiento de la serpiente las aguas se remueven y nos hacen girar sobre nosotros mismos varias veces haciendo que los marineros salgan despedidos por la borda.
La lluvia es intensa y produce verdugones y quemaduras conforme cae sobre nuestra piel. El monstruo marino asoma su gigantesca cabeza y la empotra contra la nave que ha aprisionado con su cuerpo haciéndola pedazos, despidiendo mil fragmentos de madera y carne humana. El animal vuelve a sumergirse y los restos de la Nao caen por la catarata. El cabezazo ha hecho que enderecemos el rumbo y naveguemos rectos hacia la catarata.
No hay nada que se pueda hacer y la madera de nuestra embarcación ha comenzado a arder  cuando queda menos de media milla para caer. La tripulación se aferra a lo que puede para preparar la caída. Unos se amarran con sus propias camisas a los mástiles, otros prefieren saltar y caer al agua hirviendo. Yo compruebo que mi cabo está bien amarrado. La velocidad que llevamos es de vértigo y el navío cruje ruidosamente cuando empieza a inclinarse hacia abajo por la proa al iniciar la caída. Justo cuando parte del barco ha empezado ya a caer, volvemos a recuperar una posición firme y noto cómo nos elevamos cuando la cola del monstruo marino ha hecho que la embarcación salga del océano y quede suspendida en el aire, tan alto que hemos sobrepasado las nubes. Numerosos maderos del casco de la carabela empiezan a caer al vacío.
Aquí estamos tan altos que ya no llueve, ya no hay nubes ni rayos a los que temer, aquí solo hay tranquilidad. Dejo de mirar al mar y a la cola de la serpiente y me maravillo con la imagen que tengo ante mis ojos: la luna y el sol, cara a cara, tan grandes y redondos como nunca los había visto antes. Parece que luchasen por ver cuál de los dos es más brillante. No oigo nada, ni siquiera los gritos de dolor de los pocos marineros que quedan abordo. Siento una calma total que hace que por un breve instante de tiempo se me olvide que voy a morir.
Súbitamente volvemos a bajar hasta caer al agua y la embarcación se resquebraja y rompe en dos, aunque yo sigo en la parte más alta del mástil. En la caída me golpeo la cabeza contra un madero que ha salido despedido y casi pierdo la conciencia, tal vez hubiese sido mejor. La parte de proa cae por la catarata. Un grito desgañitado de terror sale de mi garganta cuando por la gran cascada aparece ante mí la gigantesca cabeza del monstruo marino con la boca abierta y, antes de caer por la catarata, puedo verme claramente reflejado en el ojo de la serpiente.